La cuarta temporada de Black Mirror es brillante, a la vez que oscura y desaforada. Al contrario de lo que dice Lucrecia Martel, las series no necesariamente atrasan, menos aún Black Mirror, que ejercita un adelantamiento distópico para alertar sobre el nuevo huevo de la serpiente que ya se está gestando: la serpiente de las sociedades de control.
Lo más interesante del futurismo de Black Mirror es que no proyecta futuros radicalmente diferentes al presente. No hay coches voladores (a lo sumo hay coches autonomizados), ni viajes intergalácticos (si lo hay son del orden de la realidad virtual hiperrealista), ni modas estrafalarias en el vestir, ni gran hermanos que lo dominan todo. En cambio, en cada capítulo de Black Mirror vemos poderosísimos dispositivos de control aún no existentes o no masificados que, en no demasiado tiempo, podrían masificarse. Pero el efecto que produce Black Mirror no es de catarsis. Se asemeja más bien a lo que los estudiosos de relatos folklóricos llaman “cautionary tales” (relatos de advertencia): las tenebrosas historias que se cuentan a los niños para alertarlos sobre un peligro real, asustándolos para evitar que se pierdan en el bosque o que se metan en problemas.
Como decía el gran historiador del arte Heinrich Wölfflin, el arte de mirar tiene una historia. Desde el punto de vista visual (valga la redundancia), Black Mirror juega con las nuevas formas de mirar potenciadas por los dispositivos digitales de control y vigilancia. Por ejemplo, una madre que le hace implantar un chip a su pequeña hija para poder ver, desde su tablet, todo lo que la hija ve y así sobreprotegerla. Los ojos de la niña se vuelven como cámaras de seguridad, pero que la vigilan a ella misma. En Black Mirror, cada reforzamiento del control acarrea nuevas y peligrosas formas de descontrol. Cada desarreglo de los sentidos por la instalación de implantes en el cuerpo puede desatar toda clase de patologías mentales y sensoriales. En la mayoría de los relatos se trata de siniestros tests llevados a cabo por corporaciones tecnológicas, aprovechándose de la vulnerabilidad y la desvalidez de las personas. Black Mirror, ahora producido por Netflix, también podría pensarse como un siniestro test, hecho por la más innovadora corporación audiovisual actual, sobre la imaginación técnica de sus espectadores.
Los futuros proyectados por Black Mirror se asemejan a lo que decía Walter Benjamin sobre el tiempo mesiánico: no será un tiempo radicalmente diferente a este, sino más bien un tiempo donde cada ente estará levemente desplazado y levemente modificado con respecto a su lugar actual. Lo mismo parece vaticinar Black Mirror, pero sobre el tiempo apocalíptico: no vendrá como una gran catástrofe, sino en bajas dosis. O, al decir poético de T.S. Eliot: el mundo no termina con una explosión, sino con un gemido.