Michael Jackson: adiós al ciborg fallido

por Pablo Shanton

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¿Por qué vamos a extrañar a Michael Jackson? Porque –más aún con el hecho de su muerte– siempre nos demostró que era humano, demasiado humano. Lo contrario de la imagen con que las calles hoy denuncian el «interior» de un Mascherano: Michael, en realidad, no era un robot por dentro. Sin embargo, en todos los obituarios periodísticos sobre él no se ha dejado de citar el término «ciborg» para definirlo. ¿Al final, era, como escribió el teórico posmoderno Arthur Kroker, «el primero de todos los androides producidos por el paisaje mediático»? Fue el mismo Kroker quien lo llamó «un Cordero de Dios para la era electrónica», porque en su cuerpo se reflejaba «toda la fascinación resentida por nuestras propias inadecuaciones». Jacko se inmolaba como el espectáculo de una angustia ciborg para todos nosotros. Contra la «utopía del devenir mutante» que prometía cierto posmodernismo teórico, en Michael contemplábamos los resultados prácticos de una cirugía que no era tan plástica ni tan líquida, porque, como advertía Tu Sam, «puede fallar». Siempre estuvo más cerca de Orlan que de Terminator, de Frankenstein que de Robocop. El Señor Thriller encarnó la discrepancia irresoluta entre el Ideal del Yo y la realidad, entre la megalomanía y la vulnerabilidad, entre el Superhombre y el monstruo. Si fue el primer «androide mediático», también fue el último en experimentar en carne propia lo que hoy puede ser virtual y ya. Como al Walt Disney que reconstruye Reinaldo Laddaga en su libro «Tres vidas secretas», a Michael no le bastó con imaginarse y hacer imaginar. Le gustaba shockear, provocar el «Thrill», el sadismo táctil que su show 3D «Captain EO» transmitía en Disneylandia. MJ: un especimen anterior a la naturalización actual de la virtualidad. El «Michael replicante» intentó ser hijo de sí (el motor biográfico jacksoniano sería la necesidad de reemplazar a un padre «malo»), sublimar toda sexuación con una neutralización angélica, y ser un padre post-edípico, puro narcisismo genético con vientre alquilado. Pero nunca pudo escapar de una dialéctica donde lo sublime era contradicho por lo abyecto: el trauma del abuso infantil, la pederastía y una paternidad inverosímil. Lo vamos a extrañar, porque representaba para todos ese resto patológico ante las dulces promesas de la «identidad líquida» y la «autorreconstrucción». ¿Qué nos queda ahora? Madonna, o el reaccionario triunfo de la voluntad.

Cristianismo y Mala Conciencia

La madre, la “siempreviva”, expresa la experiencia sensible arcaica, primera, el ensueño libidinal donde el niño conforma una misma unidad sensible y material, cuerpo con cuerpo, no enfrentados sino unidos.

La experiencia materna es la experiencia sensible a la que siempre aspiramos volver y reencontrar, la experiencia que funda cualquier experiencia amorosa.

La operación fundamental del cristianismo se produce en ese espacio y en ese tiempo, virtual y actual: se apodera de la infancia arcaica, cálida y gozosa, e introduce una madre imaginaria, madre virgen y etérea, que ya nada tiene en común con la madre sexuada y corpórea que amamanta y cuida del niño. El cristianismo reemplaza a la madre original por un reflejo del padre, para así poder despojar al ser de toda sensibilidad y mantenerlo así en las filas del rebaño temeroso.

Esta experiencia maternal primaria es la que San Agustín llama “la vida feliz”, a partir de la cual forjará toda su teología.

El cristianismo emerge como una nueva tecnología de dominación del cuerpo. La razón patriarcal hace abstracción de la materialidad del deseo y de la sensibilidad para así preparar el terreno del terror y luego de la razón técnica capitalista, que asesina la Naturaleza como antes había asesinado la experiencia sensible. El terror barre con el reino de los afectos e impone una misma lógica, terrorífica, pesadillesca y profundamente objetivista, donde el cuerpo se vuelve materia instrumentable por la divinidad (Dios o Dinero, se trata del mismo sustento).

Sobre este horizonte, podemos encontrar en Nietzsche valiosas reflexiones acerca del trabajo histórico del cristianismo como el gran cosificador de lo corpóreo, el desprecio de la “carne”.

Nietzsche realiza una genealogía del resentimiento donde el cristianismo ocupa un lugar de privilegio en la historia de la metafísica. El cristianismo es la religión del resentimiento, la religión de la negación y el desprecio de la vida.

La historia de la moral judeocristiana se identifica con la historia de la metafísica, en el sentido de escisión entre el mundo terrenal y un mundo trascendente y suprasensible. El resentimiento es el sostén de esta escisión, su posibilidad de ser, ya que se trata de la negación, por parte de los débiles, de todo lo propio del mundo sensible: la transitoriedad, el devenir, el placer y finalmente la muerte. En este sentido cabe preguntarse ¿no es el ensueño maternalista una fuga de la muerte frente al crudo realismo de la ley paterna, que nos confronta al mundo objetivado? Por el contrario, si inquirimos a Agustín, lo paternal será asociado a una vida supraterrenal, un premio mayor entregado en la eternidad para aquél que sepa comportarse como un buen hijo.

Toda la operación cristiana puede sintetizarse en el símbolo de la cruz. Es el cuerpo crucificado y luego resucitado, ya muerto pero aún viviente para recordarnos que murió por nuestros pecados. La madre, en cambio, puede ser denominada la “siempreviva” no a la manera de una virgen que se anuncia, sino como memoria arcaica de cualquier experiencia amatoria y sensible, la “siempreviva” porque se actualiza en cada objeto de deseo y en cada ensoñación sensible.

Para Nietzsche no toda religión es un vehículo para el resentimiento y la mala conciencia. Dionisios es un Dios, y sin embargo anuncia la afirmatividad y la ligereza: “Los pies ligeros quizá forman parte de la divinidad”, los pies ligeros del niño que cuelga de su madre. Así, el inventor del cristianismo no es Cristo, sino San Pablo, y luego San Agustín, los adoradores del cuerpo crucificado, vejado y devastado.

El cristianismo es voluntad de Nada e ideal ascético, negación de la vida y depreciación de todos los valores superiores, es decir maternales.

El nihilismo no implica un no-ser, sino una valorización de nada. La vida toma un valor de nada cuando se la desprecia y se la opone a alguna ficción, lo “Real” de la vida se vuelve irreal, es decir mundo trascendente, metafísica, reino de los cielos. El nihilismo es un dique que impide el avance de las fuerzas activas, una apropiación y desvío de las mismas en función de una ficción: es la castración del padre, la mercancía fetichizada y el cristo crucificado y resucitado.

Los valores superiores a la vida, es decir a lo real de lo sensible y de los afectos en nombre de Dios, del Bien, de la esencia, o de la Mercancía, constituyen la forma “universal” de la renuncia nihilista.

En el cristianismo, así como en el capitalismo, las fuerzas activas se encuentran alienadas. En el primer caso se trata del trabajo profundo de la Mala Conciencia: las fuerzas activas, vueltas contra sí mismas, ya son incapaces de gozar de sí, y por el contrario buscan el dolor, la “martirización”, la piedad, la enfermedad, el sacrificio, son los síntomas de la conciencia vuelta contra sí misma porque ha interiorizado la ley paterna y se ha identificado con su Amo. Al no poder combatir al padre (padre efectivo y padre de los cielos) el niño edipizado se identifica con esa voz exterior que le impide gozar. Esa voz ahora se le aparece como suya, voz de la culpa. La primera definición de la mala conciencia es entonces esta “auto-fecundación” del dolor. Pero para que esto ocurra debe haber alguien o algo que goce y se apropie de este dolor: Iglesia, Padre o Capital Abstracto, siempre hay quien goza con la apropiación de las fuerzas activas.

Lo propio del resentimiento es separar a la fuerza activa de lo que puede. Recordemos que la razón espinosista, razón sensualizada y afectiva, no venía a limitar las pasiones, como la razón cartesiana, sino a hacerlas llegar a su máximo grado posible de desarrollo y plenitud: en última instancia la “beatitud” de Spinoza es un reencuentro con la Cosa, el cuerpo cálido, sensible y placentero de la madre.

En la genealogía de la moral Nietzsche describe lo propio del resentimiento con la precisión del más fino de los psicólogos: “Todos los instintos que no tienen salida, a los que alguna fuerza represiva les impide explotar hacia el exterior, se vuelven hacia dentro: esto es lo que yo llamo la interiorización del hombre… Éste es el orígen de la mala conciencia”. La mala conciencia es el resultado de un combate entre las fuerzas activas y reactivas, las pulsiones y el aparato psíquico, donde la represión de las fuerzas reactivas, por el recurso a una ficción terrorífica, como la amenaza de castración o el castigo de Dios, producen una represión de las fuerzas activas, la prevalecencia del padre interiorizado y devorado por los hijos, y en última instancia confundido con la propia in-digestión de los hijos, quienes por culpa terminarán por volverse su propio padre, el propio represor que les impidió proyectarse y desplegarse libidinalmente en un objeto exterior.

Un cuerpo es una relación de fuerzas, una tensión entre fuerzas de distinto tipo y valor, fuerzas activas y fuerzas reactivas, fuerzas dominantes y fuerzas dominadas. La conciencia es sólo un apéndice del cuerpo, una parte de él, y una gran parte del cuerpo es inconsciente: “nadie sabe lo que puede un cuerpo” decía Spinoza, dando cuenta así de este carácter corpóreo del inconsciente. Las fuerzas reactivas en el organismo son la nutrición, la reproducción o la adaptación, mecanismos básicamente de conservación. Las fuerzas activas son fuerzas superiores a la mera conservación, fuerzas nobles y señoriales, como lo es el propio deseo amoroso, la actividad artística, la lucha política, o el despliegue del pensamiento. Dice Zarathustra: “Un ser más poderoso, un sabio desconocido que tiene por nombre “sí mismo”. Vive en tu cuerpo, es tu cuerpo”. Las fuerzas activas están en el cuerpo y sobrepasan a la conciencia, la anteceden y son irreductibles a ella, la conciencia es siempre una reacción del yo frente a estímulos que le son externos, la conciencia es la herencia paterna, y el inconsciente es la memoria eterna de la siempreviva.

La fuerza activa es la fuerza plástica y afirmativa, conquistadora y dominante. La fuerza activa tiende hacia la potencia y hacia la intensificación. Las fuerzas reactivas son las fuerzas de la adaptación, de lo reactivo. Por ello en la física las fuerzas nobles lo son tales por su capacidad de transformación, en cambio las fuerzas viles son las fuerzas reactivas, incapaces de metamorfosis y siempre dependientes de condiciones externas. El “cuerpo místico” del ideal ascético cristiano se opone punto por punto al cuerpo dionisiaco, al cuerpo deseante, afirmativo y metmorfoseante. El cuerpo místico judeocristiano es el lugar de la culpa y del pecado. El resentimiento y la mala conciencia son representantes de un acreedor celestial con el que nunca se saldan deudas, de igual forma que con el Capital. La culpa, vuelta hacia el exterior como en el judaísmo, o vuelta hacia el interior como en el cristianismo, es el fundamento del terror edípico: la culpa por el asesinato imaginario del padre produce una deuda eterna que el niño, el jóven y el adulto seguirán pagando con su propia existencia, interiorizando la Ley del padre.

Por otro lado, la experiencia materna y sensible puede encontrarse también en la figura de Ariadna, figura mitológica y amante de Dionisio, símbolo de lo auténticamente femenino, lo llamado por Nietzsche el Ánima.

Ariadna representaba la mala conciencia cuando aún permanecía con Teseo. El hilo de Ariadna era el hilo del resentimiento, el hilo de la pasividad. Cuando se cruza con Dionisio se producirá la transmutación de Ariadna hacia su femineidad afirmativa, ligera y danzante. Dionisios es también el Dios-toro que Ariadna ahora afirma, luego de haber tendido el hilo para que Teseo pueda regresar a su vuelta del asesinato del minotauro. Ariadna creía que afirmar era cargar, como una madre sacrificada, como una esposa torturada, ahora, aprende con Dionisio, que afirmar es aligerar, es amamantar y ser amante.

La historia de la Metafísica occidental no es tanto la del olvido del Ser en un sentido ontológico, sino en un sentido sensible, el olvido de lo materno que sin embargo siempre vuelve en cada objeto amoroso, en cada sensación placentera donde el aparato yoico tambalea frente al paso de la afectividad sensible.

La mira está puesta sobre el viraje que se da desde el principio de placer hacia el principio de realidad, umbral que se cruza desde muy pequeño y en cuya parte superior se encuentra inscripta la frase “Edipo te hará libre”. Es decir, para el todavía paternalista Freud, acceder a la cultura implica una renuncia necesaria e intransigente a la gratificación instantánea de toda pulsión. Por ello, se hace necesario reformular el Deseo para hacerlo accesible al poder Paterno, poder subyugante y al mismo tiempo habilitante.

Sin embargo, esta transubstanciación del Deseo por la cultura implica la transformación de las fuerzas activas y afirmativas, capaz de transformarse y de ser dominada por las fuerzas reactivas. ¿Cómo hacen las fuerzas reactivas para vencer? Separando a las fuerzas activas de lo que pueden. La voluntad de poder, en un sentido reactivo, resulta de esta preeminencia de las fuerzas reactivas, alimentándose de ellas para nuevos fines: los de la realidad productiva, acumulativa y cuantitativa. El niño queda listo para sumarse al ejército de la cultura, el Edipo fue su servicio militar obligatorio.

Pero quizá haya otras formas de concebir a la cultura, ya no bajo el la égida de la Ley paterna y la escisión del Sujeto en mil partes para poder producir.

El ser humano es constitutivamente vulnerable, no-formado, necesitado de afecto, de contención y de “adiestramiento” para así poder lograr desenvolverse en el mundo y lograr sobrevivir y conservarse. Sin embargo aquí cabe distinguir dos maneras en que la cultura puede presentarse como soporte para el “adiestramiento” y aprendizaje del niño: la cultura como represión y escisión o la cultura en tanto actividad genérica de la especie que se aplica sobre cada individuo cada vez de nuevo, como si la Historia entera volviese a empezar en cada niño. Es la cultura como fuerza activa que brinda medios para lograr actuar en el mundo, de otra manera el ser humano sería siempre un ser desvalido. La Mala Conciencia no ocupar ningún lugar en esta forma de cultura, su forma “primitiva”. Por el contrario, la cultura como agente del mero principio de realidad es la cultura paternalista de la prohibición.

La otra forma cultural, maternalista, llamada por Nietzsche la “moralidad de las costumbres” implica activar las fuerzas reactivas en el hombre para hacerlo capaz de intensificar su capacidad de proyectarse hacia el futuro, de arrancarlo al orden de la deuda eterna. El hombre como soberano de sí es capaz de prometer, pero no con arreglo a una deuda sino en función de una memoria grabada a fuego, una memoria selectiva de todo lo afirmativo, una promesa amorosa. La forma-deuda, constitutiva del poder parental y del poder capitalista, es el núcleo fundamental donde tienden su lecho el resentimiento y la Mala Conciencia. Deuda abstracta, cuantificada, hecha de símbolos, que ya nada “recuerdan” de su origen físico y material, vuelto ahora lo inconsciente que debe ser afirmado y activado.

El Rock, una ilusión sin porvenir

Artículo publicado en NACIÓN APACHE

 

Mientras que en el dominio de la Naturaleza ha realizado la Humanidad continuos progresos y puede esperarlos aún mayores, no puede hablarse de un progreso análogo en la regulación de las relaciones humanas, y probablemente en todas las épocas, como de nuevo ahora, se han preguntado muchos hombres si esta parte de las conquistas culturales merece, en general, ser defendida.

 

Sigmund Freud, El Porvenir de una Ilusión

El obituario del rock podría fecharse con el 5 de abril de 1994, noche en la que Kurt Cobain se inmolaba por los pecados de MTV y de toda una generación psíquica y políticamente cosificada. El rock se encarnó en un hombre, lo cual es extraño tratándose más bien de un anticristo superstar. Contradicción en sus términos: el anticristo desprecia a sus fans. Pero continuemos. De ahí en más solo se han sucedido nuevas fechas de vencimiento para un producto ya demasiado rancio o bien completamente museificado en su senil heroísmo. El No Future punk se encarnó en Kurt Cobain de una manera fatal, de una manera mucho más conciente que en Sid Vicious. La tragedia del rock nada tiene que ver con el “sentimiento trágico” del dionisiaco coro griego, sino con la tragedia a secas, la de los tipos que chocan contra sus propias creaciones, sus propio yoes vueltos fetiches, el pathos del rockstar que es superindividuo y a la vez súper masivo, donde ya no sabe si es más popular que Jesús, si se compadece o si siente simpatía por Dios. Es la tragedia de lo que quedó trunco, de lo que no llegó a ser lo que era. De ahí que tantos rockeros célebres compongan el panteón de las muertes jóvenes, en la flor de su plenitud creativa. El rock dio desde el principio señales de que no iba a poder realizar su misión histórica, la de trastocar radicalmente los valores y los modos de vida.

La obra de arte en la época de su reproducción digital

Una de las grandes invenciones del rock ha sido precisamente el recital de rock, experiencia transfigurante que nada le debe al público de butaca ni al orden de masas fascistoide. Es verdad que, como planea Enrique Symns, el escenario es un lugar de poder, y los fanáticos siguen al líder, como al rocker lunático de The Wall. En verdad habría una perversión del fanatismo de masas en el rock. Esos gritos histéricos que el rock despertaba en sus comienzos, esos trances de LSD, esos gritos y chiflidos, ese descontrol, que como en el teatro de la crueldad de Artaud, se propagaban como la peste preocupando a padres y a sacerdotes ¡qué lejos que estamos hoy, aquí, en este multitudinario y ordenadito Quilmes rock, donde las empresas de bebidas te cercenan ya completamente, midiendo y cartografiándolo todo!. El concierto de rock entre alambre de púas y ejércitos de seguridad privada es la deriva final de un rito social que se quema muy despacio. Sin embargo, la desgracia del rock se vio temprano, en aquel fatídico festival de Altamont donde los Stones contrataron a los Hells angels para oficiar de guardianes. Fue la primera estocada.

Hubo siempre una tensión fundamental al interior del concierto de Rock: la liberación dionisiaca y la desinividualización erótica junto a la posibilidad de que todo se deshaga a través de la violencia absurda. Esta segunda opción ha sido siempre el mejor caldo de cultivo para los defensores del orden y la seguridad. Es la otra tragedia, la de Cromañón y los jóvenes sin salida, siquiera de emergencia. Republica Cromañón, un nombre que de alguna manera homenajeaba al hombre salvaje primigenio, el hombre no mediado por la cultura, el hombre que aún no sabía nada acerca de normas de seguridad. La peor noticia es que ha quedado completamente atrás una idea propia del concierto de rock en sus orígenes, donde había una ética en común no dirigida ni institucionalizada que propiciaba el fluir de la ceremonia prescindiendo de todo control policiaco exterior. El rock no es una identidad, ni una ideología, sino un movimiento permanente de desidentificación y de autonomía, de lucha contra el sujeto trascendente a la vez que una modalidad rítmica de crear nuevos lazos sociales. De hecho, la práctica de intercambio libre de archivos a través de Internet tuvo su origen en Napster y la autoorganización de miles de usuarios dispersos que fundaban una nueva forma de intercambio musical vía download y de la alteración de la lógica monopólica del mercado discográfico (aunque Metálica prefiriese dejar que el mercado, los abogados, representantes y accionistas se encargasen de la circulación musical llevándose su propia plusvalía como estrella asalariada). Acaso este ha sido el último grito de libertad y a su vez la emisión de una nueva fecha de vencimiento que ha dado lugar a una escucha mucho más aislada, hiper saturada de mp3 que nunca se llegarán a escuchar, con Ipod patrocinado por U2. Entonces ¿qué queda cuando las identidades mercantiles anfitrionan los conciertos de rock?

Contracultura

El rock siempre ha tenido que ver con la idea del salvajismo, de algo primal como el golpe de una piedra. Ya sea por los pelilargos andróginos, los gritos guturales y las fachas desvencijadas. Sin embargo, esta es sólo una ilusión que sólo podía confundir a viejos vinagres, como los suegros oligarcas de los personajes hippies del joven Palito Ortega (quién hoy cuida paternalmente de Charly García) que al final de la película reconocían la “humanidad” del hippie cantando al unísono. El rock es eminentemente cultural, no hay salvajismo rescatado, así, la monstruosidad del rockero (Manson), su androginia, su carácter único y singular, su aura, el rockero como superhombre. La contracultura, dice el Indio Solari, se alimenta precisamente de los desechos de la cultura: el cómic, la literatura beatnik o la música de los esclavos. Cultura marginal, desde la influencia de los románticos en los Dark hasta el dandismo de los mod. El rock le debe mucho más a la cultura decadente del cabaret berlinés de entreguerras que a las formaciones nazis posteriores. Más cerca de Kurt Weill (según Morrison) que de Leni Reifensthal (según Roger Waters). Mucho más en común con el teatro de la crueldad (Iggy Pop) que con Verdi (Rock sinfónico). La cultura entendida ya no freudianamente, como apaciguadora de los instintos, sino Nietszcheanamente, como el resultado del combate entre los instintos. El rock pone en escena esa lucha instintiva electrificándola, la lucha de la guitarra contra la batería, la voz aguda y sin fondo de Robert Plant, la guitarra partida de Thowsend o la incendiada de Hendrix.

La estética moderna, con Kant, se funda en la caída de los ídolos y en la muerte de Dios. En la ruptura del lazo del hombre con el mundo a través de una divinidad que asegure su identidad y la de las cosas. La estética moderna podría definirse de hecho como esa experiencia mediante la cual el sujeto se deja violar por el objeto, perdiéndose los dos a orillas del caos, o lisa y adornianamente, la estética como forma histórica y a la vez sensible de la dialéctica sujeto objeto. El rock rompe con la tradicional autonomía aurática e ideal del arte y la electrifica, le da cuerpo y una orientación combativa. Para el Nietzsche romántico la música expresaba casi idealmente la tragedia de la existencia. No así el rock, en donde la música funciona como catalizador, como detonante sensual hacia un espacio afirmativo, por ello vehiculizador de sentimientos y aspiraciones colectivas. El rock fue antes que nada un movimiento social, un catalizador de aspiraciones sociales que por otro lado nunca se realizaron, volviéndose una posposición permanente (¿què otra cosa es la cultura según Freud?). Hay que decirlo una vez mas: el rock fracasó en su inserción en la realidad, en la fuga hacia la creación de nuevos territorios existenciales. Hoy el rock se sigue alimentando de los deshechos de la cultura, pero de la chatarra en la que se volvió la misma cultura dominante, por lo que el rock se vuelve respetable, una expresión cultural más que ya no espanta a nadie, ni a Palito Ortega ni a sus suegros, y menos a sus nietos.

En verdad, lo novedoso del Rock fue su asunción de una unión, por primera vez, entre placer y revolución (The Clash). Tanto la cultura liberal como la marxista habían escindido el placer de la revolución. Por un lado la revolución del placer, la revolución sexual del amor libre (simplificada en su explicación posterior por la mera aparición del anticonceptivo) y por otro lado el sacrificio revolucionario. El rock hacía ver y sentir, por primera vez, “el placer de la revolución”, sin embargo, fue todo un sueño que pronto se terminó, the dream is over, merry xmas, a comprar regalos de navidad, y a esperar al dealer helado hasta el culo con la mente ansiosa y vaciada.

La cultura Rock ya no desafía al orden social, ya no pretende trastocar el orden del ocio y del trabajo, ya no te seduce obsequiándote las flores del mal. El adolescente refugiado en su habitación solitaria, aislándose de un presente hostil, sólo era libre el fin de semana, creándose una esfera de falsa libertad. Hoy, cincuenta años después en el desarrollo de la errancia nocturna, nada ha cambiado. El fin de semana sigue siendo esperado como panacea en discotecas, drogas sintéticas, peleas callejeras, moda hedonista y vaciamiento simbólico. Sin embargo, todo sigue igual, el lunes hay que volver al mismo trabajo de mierda o a rascarse el culo sin nada que hacer (No Fun).

El rock se convirtió en una hermosa forma musical gracias a su capacidad de crítica e inventiva social, condición propiamente popular. Hasta que la dimensión de sentido y crítica no sea recobrada, (si esto acaso aun sea posible) el rock continuará con su deriva posmoderna, frívola o autodestructiva, atada de pies y manos por la industria del ocio, incapaz ya de superar sus contradicciones constitutivas por dejar de percibirlas como tales.

Rock is over, if you want it

Almas bellas o Bocas Cerradas

Por Alcira Argumedo *

En su artículo “El voto de las almas bellas” (Página/12, 15-06-09), Mario Toer nos invita a reflexionar sobre las próximas elecciones legislativas y se ocupa en especial del voto de las almas bellas, de aquellos que “quieren lo mejor para sí y para sus semejantes, pero padecen de una crónica aversión para repasar y comprender la historia y les cuesta entender la dimensión de la política”. Al igual que Carlos Heller (Página/12, 14-06-09) cuando dice “el voto romántico es un voto perdido” es fácil percibir que se convoca a votar con realismo político ante opciones supuestamente claras: “O se es protagonista con las mayorías consolidando el curso que se ha abierto o se persiste en los antiguos cenáculos que rondan el 1 por ciento en algunos distritos o, a lo sumo, en la variante nutrida de fantasías de celuloide que se conforma con contar con alguna presencia tan sólo en la ciudad que siempre ha sido esquiva a las mayorías con incesantes reclamos por todo lo que resta por hacer”. Durante los últimos seis años, el celuloide de Pino Solanas no registró fantasías sino realidades dramáticas, con información que nunca nadie pudo desmentir. Fue precisamente el contacto directo con esas realidades, con el potencial humano sufriente de la Argentina profunda, lo que nos llevó a formar Proyecto Sur y a la decisión de tener voz en el Parlamento. Porque no se trata sólo de “todo lo que resta por hacer” sino además de lo que hay que deshacer.

A modo de ejemplo, sin dejar de reconocer las cosas buenas que apoyamos del actual gobierno, en el próximo celuloide –Tierra sublevada– se aborda el tema de la minería a cielo abierto. Es conocido el veto a la Ley de Protección de Glaciares por parte del matrimonio Kirchner y el posterior aval a ese veto de un Parlamento sumiso, que antes había votado la ley casi por unanimidad. Tal decisión favorece sin duda a la empresa Barrick Gold y al gobernador kirchnerista de San Juan, José Luis Gioja, junto a sus socios o amigos; pero es preciso interrogarse si favorece a la inmensa mayoría de los argentinos, a sus hijos y a sus nietos. La información periodística señala que en el proyecto Pascua-Lama para la explotación de oro y plata a cielo abierto, la empresa utiliza 370 litros de agua por segundo: sacando cuentas, esto significa que en doce meses gasta el agua potable que una población de 40 millones de personas bebería en 24 años; y el agua que esa cantidad de población podría beber durante un siglo, la liquida en cuatro años. A ello se suman 17 camiones con cianuro por mes, que son volcados en tierras y aguas, además de 200 camiones de explosivos mensuales, destinados a la destrucción de montañas y glaciares: es el Potosí o La Forestal de nuestros días. Las almas bellas saben que el agua potable es un recurso indispensable para la vida y tiende a escasear en un futuro no muy lejano; la resistencia popular crece a pesar de las intimidaciones, pero los realistas políticos prefieren mantener la boca cerrada. Este es uno de los problemas que vamos a intentar deshacer desde el Parlamento.

A fines de 2006, el presidente Kirchner promovió la modificación de la Ley de Hidrocarburos mediante la llamada Ley Corta, por la cual los yacimientos de petróleo pasan a las provincias y se prorrogan las concesiones: esa decisión significó entregar a las corporaciones petroleras reservas por un monto aproximado de 600.000 millones de dólares, equivalentes al doble del PBI actual del país. Apoyada por el presidente, la ley posibilitó la entrega de Cerro Dragón a la Panamerican Energy hasta su extinción total en el 2047. Sobre esta base se prorrogaron o se entregaron nuevas concesiones en el resto de las provincias petroleras: el por entonces amigo gobernador Julio Cobos otorgó la mitad de los yacimientos mendocinos al grupo Vilas-Manzano (el mismo que robaba para la corona). Las almas bellas saben que esto es un latrocinio, pero los realistas políticos cierran su boca porque de eso no se habla en la Casa Rosada. Es otro de los problemas por los que vamos a luchar para deshacer desde el Parlamento.

Entre lo mucho que queda por hacer, ante todo afirmamos que el hambre es un crimen en tanto es evitable y estamos dispuestos a promover una ley para garantizar el ingreso universal por hijo. Debe mencionarse que quienes pagan impuestos a las ganancias o son tributarios de AFIP ya lo reciben, porque lo descuentan de sus aportes; mientras a los trabajadores en blanco se les suma al salario. El desafío es extenderlo a los trabajadores precarios y en negro, a los desocupados, a las familias en condiciones críticas. Se calcula que el otorgar 350 pesos por hijo, permitiría –junto a otras medidas de mediano plazo– eliminar la pobreza y la indigencia, disminuyendo sensiblemente la mortalidad infantil. Por razones obvias, la suma se entregará directamente a las familias, sin intermediarios. El monto calculado para erradicar este flagelo gira en un 2 por ciento del PBI, unos 7000 millones de dólares: las cifras comparativas indican que esto significa menos de la tercera o la cuarta parte de la renta energética –unos 25.000 a 30.000 millones de dólares por año– que queda en manos de las corporaciones y sus amigos; sin contar que se han venido otorgando subsidios del orden de 10.000 millones de dólares anuales a las grandes empresas locales o transnacionales.

Considerando que durante los últimos seis años la economía argentina creció a las tasas más altas de su historia, nos preguntamos por qué millones de compatriotas continúan sufriendo en la miseria; por qué, junto a otros cambios, no se ha impulsado la reforma de un perfil impositivo de alta regresividad, no se tocó la ley financiera de Martínez de Hoz ni se eliminó el IVA para los artículos de la canasta familiar. Mencionemos también una revisión de la legitimidad de la deuda: si la acción delictiva de los capitales financieros especulativos llevó al derrumbe de Wall Street y de las economías de la Unión Europea y Japón, imaginemos su accionar en nuestros países. Las almas bellas se indignan, pero los realistas políticos prefieren mantener sus bocas cerradas.

Estas son sólo algunas de las propuestas que Proyecto Sur llevará al Congreso ante la magnitud de la crisis mundial, que marca un cambio de época al conjugarse con los impactos de la Revolución Científico-Técnica. Dado que se trata de una crisis de sobreproducción por carencia de demanda, el único camino para superarla es una redistribución en gran escala de la riqueza: continuar con políticas que benefician a los poderosos a costa del sufrimiento de los más, no solamente es injusto; significa estar a contramano de la historia. En consecuencia, no es cierto que debemos elegir entre la derecha y un oficialismo que representa al movimiento popular. La verdadera opción es entre la continuidad de las políticas que privilegian al bloque de poder dominante, conformado por las corporaciones y los grandes grupos económico-financieros –con sus tensiones y conflictos internos– o impulsar un giro en el rumbo de nuestro país, con un proyecto en favor de las mayorías sociales y de los intereses nacionales, dispuesto a frenar el despojo al que nos ha venido sometiendo ese bloque de poder. Al margen de las retóricas de oficialismos y oposiciones (González, Página/12, 16-06-09), demasiadas veces hemos sido extorsionados por una espuria polarización, donde las amenazas del mal mayor fueron frustrando la construcción de una fuerza política, decidida a revertir décadas de saqueo e impunidad y a promover un proyecto nacional y latinoamericano capaz de dar respuestas frente a los desafíos de un nuevo tiempo histórico. Por eso hoy se necesitan muchas almas bellas y no tantas bocas cerradas.

* Segunda candidata a diputada por Proyecto Sur en Capital.

La dictadura: ¿guerra o genocidio?

Desde el año 1966, ante el enquistamiento de las dictaduras militares y la continua proscripción del peronismo, se inician tiempos de fuertes movilizaciones sociales, reagrupamientos políticos y reforzamientos represivos.

La movilización social, política y gremial logra, en 1973, la vuelta de Perón. Sin embargo, su retorno no alcanzó para aquietar las aguas. La muerte del General deja una situación de extrema fragilidad política. Perón, como aglutinante y precario neutralizador de vastas conflagraciones, deja a su partida un marco de caos e incertidumbre, en donde las fuerzas en pugna se enfrentan en un combate a muerte, una escalada hacia los extremos, en total desigualdad de condiciones.

El gobierno de Isabel Perón inicia el proceso represivo, mediante el  secuestro, el asesinato y el acallamiento de la revuelta. Así se decreta, en 1974, el estado de sitio y se crean fuerzas paramilitares a cargo del ministro de bienestar social, el “brujo” López Rega, verdadera mano derecha de Perón.

gentejunio1973

El gobierno de Isabel prepara el terreno para la inminente dictadura militar. Pone en funcionamiento toda la tecnología represiva que luego será ampliada, extremada y potenciada por el llamado Proceso de Reorganización Nacional. Los servicios de inteligencia confeccionan listas negras en donde se incluyen los nombres de dirigentes sindicales, estudiantiles y militantes de diversas organizaciones sociales, fuertemente extendidas a lo largo de todo el país.

En verdad, las fuerzas de inteligencia estaban poniendo en marcha procedimientos aprendidos en EEUU, Francia y en instituciones como La Escuela de las Américas: listas negras, infiltración en las organizaciones sociales, el uso de la tortura para la extracción de información y la construcción de centros clandestinos de detenciones. La cacería desatada era también una batalla por la información: se trataba de extraer datos, a cualquier precio, para así acelerar el exterminio físico de quienes se catalogaba como subversivos. Los presos políticos carecieron de todo derecho al debido proceso judicial. Todo se dirimió entre las brumas del estado de excepción. La conservación y reforzamiento del orden civilizatorio cristiano, occidental y pronto neoliberal,  se tornaba imposible si no se violaban todos los supuestos principios cristianos. Nada de compasión: urgía desactivar, en forma drástica, los diversos focos de resistencia existentes en la sociedad argentina.

No hubo guerra sino un aparato de inteligencia contrainsurgente al servicio de la más brutal represión. El Estado argentino nunca declaró ninguna guerra, nunca reconoció a ningún grupo como beligerante. Sin sutilezas, los militares pregonaban que toda persona contraria al régimen era terrorista ya que, según los dichos de Jorge Rafael Videla: “El terrorismo no es sólo considerado tal por matar con un arma o colocar una bomba, sino también por atacar, a través de ideas contrarias a nuestra civilización cristiana y occidental, a otras personas.”

El proceso tenía como fin regenerar al país a través del disciplinamiento de los sindicatos y el exterminio de toda revuelta. Se trató, precisamente, de prácticas genocidas cuyo fin era el aniquilamiento de todo un grupo político con el fin de rediagramar las relaciones de fuerza al interior de la sociedad argentina. Hubo un plan consensuado destinado a actuar en todo el territorio nacional, y en otros países de la región, a través del Plan Cóndor, que supuso la destrucción de las organizaciones de izquierda para así custodiar al ser cristiano, occidental, y libre-cambista.

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La Escuela de las Américas

Los campos de concentración argentinos se inspiraron en los campos de concentración nazis, en los campos de internación franceses en Argelia y en las técnicas de contrainteligencia norteamericana en Vietnam: a la tortura por medio de la picana eléctrica, el submarino, la humillación continua de los prisioneros, el hacinamiento o el hambre, se sumaron algunas técnicas de espanto, como la apropiación de los hijos de los desaparecidos.

Los militares que participaron del genocidio se han auto justificado alegando haber luchado en el marco de una guerra, la guerra sucia, contra un enemigo exterior, el espectro del comunismo, que había infectado al organismo interior, fronteras adentro. Pero se trataría de una guerra que ya nada tiene en común con la guerra convencional. No hubo ejércitos enfrentados, la infantería se volvió grupo de tareas, los prisioneros fueron torturados y desaparecidos y hubo muchos más muertos en centros de detención clandestinos que en enfrentamientos armados. Se trató de algo muy diferente a la guerra interestatal, la cual, como toda práctica social, contempla una serie de reglas. La guerra de los militares argentinos se asemeja, en otra escala, a las guerras que se dicen combatir hoy en Irak, Afganistán y Medio Oriente, en donde se trata menos de guerras que de ocupaciones, con muchas semblanzas de las luchas contra-insurgentes.

Se trató de terrorismo de Estado, una estrategia temible, ilocalizada y desregulada, cuyo objetivo fue sembrar el terror a través de la infiltración, el trabajo soterrado de los servicios de inteligencia y el descuartizamiento de las organizaciones de izquierda. El error de las organizaciones guerrilleras, a su vez, había sido auto-representarse como combatientes partisanos de una guerra que, de existir, los desbordaba por completo, habiendo sido incapaces de prever la sangrienta y terrible maquinaria represiva puesta en marcha por el poder militar.

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La única guerra que libró la dictadura fue la guerra de Malvinas. Inmensa paradoja considerando sus desastrosos resultados y que muchos militares que trabajaron para la represión interna fueron incapaces de dar batalla cuando se enfrentaron a un verdadero ejército. Como dijo alguna vez Aldo Rico, el militar está hecho para la guerra… aunque se olvidó de agregar que hay guerras que no están hechas para ciertos militares.

Por una de esas crueles astucias de la Historia, el fin de la dictadura estuvo signado por su apabullante derrota en una guerra convencional, una de las últimas en la historia contemporánea, después de que los militares argentinos hubiesen aplicado con eficacia, como alumnos aplicados, las más despiadadas técnicas de exterminio al interior del propio país.

La Guerra de Malvinas, esa guerra limpia, dejó en claro que los militares argentinos estaban adiestrados para perpetrar un genocidio antes que para combatir en cualquier guerra. En ese proceso, el que va de la guerra sucia a la guerra limpia, acabaron también por auto-destruirse y auto-destituirse. Desde entonces, el Partido Militar, que asoló al país desde la década del treinta, acabó por estallar. Sus restos y esquirlas se desperdigaron a todo lo largo y ancho de la democracia.

Saul Bass, maestro del diseño de títulos para filmes

Alguien se puede sentir presionado para citar un ejemplo de una secuencia activa, autónoma y característica de los títulos de crédito antes del trabajo de Saul Bass. Indudablemente, hay ejemplos que presagian los pioneros trabajos de Bass: los famosos títulos finales de crédito de Ciudadano Kane, repitiendo excepción para la película, subrayando el metraje con los nombres de los actores. También había ciertas tendencias precursoras de los años 30 y 40. Muchas películas de estos años están visualmente acompañadas por créditos estáticos, y en algunos casos por montajes. Pero a pesar de estos ejemplos y en vista de la innovación, renovación e influencia, se puede decir que el impactante diseño de los créditos de Bass no tiene parangón, ni siquiera hoy en día.

La maestría de Bass en el diseño exhibe una forma (sus identidades corporativas y pósters también son grafismos perdurables y de relevancia) de distinción estética económica y simple. Es en este campo que su trabajo en el diseño de los títulos de crédito tiene una importancia particular – su apertura para West Side Story, por ejemplo, es un sólido bloque de color que varía de acuerdo a la insinuación. Las técnicas de Bass son variadas y decididamente inconscientes: animación de recortes, montaje, acción real y diseño de nombres son solo sus más prominentes ejercicios. En segundo lugar, Bass exhibe un ejemplar uso del color y del movimiento. Las secuencias comienzan a menudo con un marco de color sólido (como el azul de Exodus o el verde de North by Northwest). Su diseño táctico en este contexto, aunque característico, posee sutilezas y variedades.

Shoah: El rostro del paisaje

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Shoah es la memoria de la solución final que no concluyó, que el olvido y la desaparición de todo rastro del horror nunca podrá producirse. Así, la Shoah nunca dejará ella misma de resonar en la conciencia de aquel que se enfrente con la visión del film.

Shoah se yergue a partir de una doble imposibilidad: la de la falta de huellas que han dejado los nazis, y la de la imposibilidad artística de representar el horror. La solución que encuentra Lanzmann es hacer una película no acerca de la Shoa, acerca de la Cosa en sí, sino acerca de la memoria de lo acontecido, memoria profunda que no deja de implicar un pesado anclaje con la verdad.

Todos los testimonios están presentes, los enmudecidos recuperan la voz, así como los burócratas agazapados son devueltos al horror. Shoah hace hablar a todos y a todo. Así, las vías de tren, los camiones, los prados, las carreteras, los rostros, los mapas. El horror, no del todo sepultado, putrefacto, se expresa en todos los objetos y lugares sobres los que el lente de Lanzmann se posa.

El nazismo quería borrar toda huella de lo judío y de su exterminio. Sin embargo, en Shoah todo habla acerca del exterminio, agónicamente. Están los sobrevivientes y los especialistas: el conductor borracho del tren, un especialista de la SS, el pasmoso relato de las víctimas al entrar a la cámara de gas a retirar cadáveres, pero también los campesinos polacos con sus gestos burdos e indiferentes, aparentando no tener nada que ver con lo que allí ocurría, a pesar de pasarse el dedo índice por el cuello frente a los judíos que pasaban en los trenes en supuesta señal de advertencia, aunque más bien pareciera de encarnizamiento con los condenados.

La grandeza de Shoah consiste en llevar a cabo el dificilísimo camino de representar lo irrepresentable. Nada de imágenes de archivo, ningún efectismo sino el poder de la imagen y la voz en un recorrido donde el pasado es reflejado por la imagen actual.

Una voz lee los procedimientos de mejoramiento del traslado de prisioneros: “mantener prendida la luz para evitar los gritos”, o bien solucionar el problema de la “carga” en los trenes: mercantilización del ser, y tecnificación de la muerte.

De esta manera, Shoah amplia el campo de la conciencia del espectador, lo hace sensible al horror en su dimensión banal, técnica y naturalizada por burócratas, vecinos y campesinos.

Shoah es una película que opera a partir de cierta violencia propiamente cinematográfica. Esta violencia, precisamente ejercida sobre algunos entrevistados pero antes bien sobre el espectador, es lo que distingue a este film de tantos otros torpes, mojigatos, repugnantes y esteticistas acercamientos cinematográficos al horror. No hay subrayados, todo subrayado en este caso linda con lo obsceno y lo inmoral (Pontecorvo). Lanzmann deja la cámara hasta el límite de lo insoportable y más allá, para así hacer emerger lo pasado en lo presente, de forma tal de quebrar la falsa idea tranquilizadora de que la Shoah es sólo un hecho pasado en la historia. Mediante esta violencia, la de hacer hablar a todos y a todo, el horror se presentifica. Las imágenes de archivo no son nunca utilizadas. Imágenes filmadas por los propios aliados al excavar las fosas comunes, que son solo capaces de mostrar una ínfima parte de la experiencia del campo. Frente al shock de estas imágenes por todos conocidas, Lanzmann opone la crudeza del relato de la experiencia de los testigos y los “resucitados” (para Lanzmann no hay sobrevivientes, solo espectros).

Contra la reproducción técnica del horror, y también su reproducción “espectacular”, Lanzmann pergeña una representación indirecta que sin embargo, interpela mucho más profundamente al espectador que cualquier intento cinematográfico anterior.

La estrategia de Lanzmann supone un doble movimiento: por un lado remarcar la imposibilidad de representar el horror, pero al mismo tiempo esto es lo que hace funcionar a la misma máquina representacional que constituye el film como testimonio.

Toda representación, toda forma artística, especialmente después de Auschwitz (Adorno), se construye sobre lo irrepresentable, sobre el silencio. Y precismente, es solo el arte el que es capaz de construir y representar a partir de la nada, de las ruinas y del silencio.

La misma conciencia de la imposibilidad de representar el horror es lo que funda la capacidad de representarlo, ya no fidedignamente, sino en tanto representación que presentifica el silencio, el estupor y la agonía, para así poder hacer volver a ver y a hablar.

Canciones verdaderas

Por Damián Tabarovsky

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Se acuerdan cuando existía el rock argentino? Qué épocas aquellas, marcadas por algunos hitos inolvidables: el apoyo a la guerra de Malvinas, el coqueteo de varios rockeros con Viola, Charly García haciendo campaña por Angeloz y Menem, Spinetta pidiendo mano dura. Ahora hay una letra de una canción que por su hondura y contundencia bien podría ser de Calamaro o Fito Páez: “Si me ayudás,/ podemos cambiar todo lo que nos hace mal/por todo lo que nos hace bien”. Ah, perdón: me dice Guillermo Piro, sentado aquí a mi derecha, que no es una letra de rock sino una frase de una publicidad de De Narváez. Es cierto, levanto la vista y en el televisor –en todas las redacciones hay televisores– se ve un aviso del candidato empresario donde se escucha la sentencia en cuestión. ¡Qué profunda! ¡Por eso me la confundí con una canción del rock argentino! En su columna en Los Inrockuptibles (inteligente y bien escrita como de costumbre), Juan José Becerra echa una aguda mirada sobre el candidato empresario, y al comentar otro de sus eslóganes (“La seguridad se hace”) propone reemplazarlo por “Facho se nace”. Pero en fin, dejemos de lado las ironías y pasemos a temas mayores.

 

Hace ya tiempo que la publicidad no se rige por el par brief-creatividad. El brief es un documento que describe el posicionamiento que debe tener el producto publicitado, el público al que se dirige la comunicación, las ideas-fuerza que articulan el discurso, los valores que deben aparecer en todas las piezas promocionales. Una vez confeccionado ese texto (muchas veces a cargo del propio cliente, o tomado de los dichos del cliente), se pasa al departamento creativo, quienes traducen el brief para adaptarlo a situaciones artísticas (una escena, un monólogo, un eslogan, una canción). La creatividad debe retomar el brief, pero sumándole valor agregado, de forma que funcione por sí sola, buscando provocar recordación en los consumidores (mientras que el brief no debe aparecer de manera explícita). Pues bien, parte de la chatura del discurso de De Narváez reside en que toda su imagen funciona en el nivel del brief. Abolida la creatividad, el discurso reproduce sólo frases crudas, párrafos de trazo grueso, un sentido común fascisistado, una sintaxis carente de cualquier complejidad. Para ser honesto, habría que aclarar que este fenómeno va más allá del candidato empresario y alcanza a prácticamente toda la clase política, y habría que agregar también que, en el fondo y sin proponérselo, al expresar sólo el brief, el discurso político aparece como “una verdad”, que pone en crisis la creatividad publicitaria con su carga de manipulación, seducción, y prejuicio. El triunfo del brief es la ruina de la publicidad (por eso los spots políticos nos parecen cada vez más absurdos y rudimentarios), hecho cultural no menor (teniendo en cuenta que la nuestra es “la época de la publicidad”) frente al cual, paradoja de la derecha, quizá deberíamos estar agradecidos.

 

Y entre tanto, en Mendoza apedrearon un micro que, desde Chile, venía con un pasajero con supuestos síntomas de gripe porcina. “La policía –según informa Clarín en su edición del viernes 22 de mayo– dispersó la protesta con balas de goma, y se reportaron al menos 7 heridos.” Para luego agregar: “Este tipo de manifestaciones no tiene antecedentes conocidos en países afectados por la gripe”. De un modo pudoroso, Clarín ubica la noticia en la rúbrica “El mundo”, al lado de notas sobre Brasil, Irak e Italia (como si lo sucedido fuera un asunto internacional, un tema de los chilenos y no de los argentinos). Al fin y al cabo, quizá no sea del todo falso: como decía Benedetti, “el sur también existe”, y Mendoza también forma parte del mundo, como Buenos Aires, donde no deberíamos descartar que ocurran cosas por estilo. Es que quizá más que afirmar que la seguridad se hace, sea hora de preguntarnos qué nos hace a nosotros la “seguridad”.

Entrevista a César Aira

Por Damia Gallardo

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Pese a que la editorial Mondadori viene ofreciendo volúmenes en los que se reúnen tres o más obras que aparecieron originalmente separadas, la mayor parte de sus libros circula dispersa entre varias editoriales, muchas de ellas de difícil acceso. ¿No le preocupa la dificultad que esta dispersión supone para sus lectores?

—No, no me preocupa. Al contrario: me preocuparía aparecer ante mis eventuales lectores como un producto, como algo que se ofrece y se publicita y se le acerca al consumidor. Algo de eso pasa, es inevitable, porque los editores tienen que hacer su negocio. Pero compenso con las pequeñas editoriales independientes, gracias a las cuales consigo mantener oculta una parte de mi obra. Un poco de misterio no le hace mal a la literatura. Como lo sabe bien cualquier lector, un componente importante del placer de la lectura es encontrar al fin el libro, es decir haber salido a buscarlo, por iniciativa propia del deseo o el capricho. Si te lo traen a tu casa, es como si valiera menos. Además, me gusta esa cortesía del libro, de saber esperar a su lector, si es necesario durante muchos años.

—Da la sensación que la dispersión editorial se relaciona con el gusto por los personajes viajeros; incluso en las novelas con pocos escenarios, hay un movimiento constante: en “Las conversaciones” (2007), por ejemplo, el protagonista insomne recrea desde el lecho una conversación que le lleva de Hollywood a Ucrania, entre suposiciones y escenas de película.

—No lo había notado, pero sí, hay una cierta inestabilidad en mis personajes, no sólo por su movilidad tempoespacial sino también por la reconfiguración que van sufriendo a lo largo de la novela. Supongo que se debe a que no construyo psicológicamente a los personajes; los hago apenas instrumentos de la historia, y como las historias de mis novelas las voy inventando a medida que las escribo, y cambian de rumbo todo el tiempo, es inevitable que los personajes se transformen todo el tiempo (y estoy convencido de que en la vida real pasa lo mismo).

—Varios protagonistas de sus novelas se llaman César Aira: un niño que se refiere a sí mismo en femenino en “Cómo me hice monja” (1993), un médico paranormal en “Las curas milagrosas del doctor Aira” (1998), un sabio loco escritor en “El congreso de literatura” (1997), un escritor de libros de autoayuda en “La serpiente” (1998), etc. ¿Estas mutaciones de la ficción tienen algo que ver con el movimiento y la dispersión de que hablábamos antes?

—Hay muchas cosas en mis libros (casi todas, o todas) que no puedo explicar. Me temo que a los escritores más que el sentido nos importa el sonido, o en todo caso el sonido del sentido. A veces invento una explicación a posteriori. Por ejemplo en Las curas milagrosas del doctor Aira, que el protagonista tenga mi nombre indicaría que hay algo así como una alegoría mutua entre escritores y curanderos. (Pero esa novela la escribí muy en serio, como un exorcismo, para un amigo que estaba enfermo y murió poco después.) A veces se me ocurre una explicación en medio de la escritura, y entonces me dedico a sabotearla desde adentro y por anticipado.

—A menudo sus novelas acaban con unos finales tan espectaculares como desconcertantes. ¿Podrían considerarse también como un sabotaje de todas las páginas precedentes?

—Siempre creí que los finales precipitados y poco elaborados de mis novelas se debían a la pereza, al aburrimiento, a las ganas de terminar de una vez para empezar otra. Algo de eso debe de haber, porque para mí todo el placer de escribir una novela está en empezarla, en partir a la aventura, lleno de esperanzas. Lo ideal sería dejarlas inconclusas. Pero hay un modo de darles un buen fin: detenerme antes del último capítulo o el último episodio, y planearlo como una pequeña novelita completa en sí. Lo probé en Parménides, y salió bastante bien. Aun así, no volví a usarlo y reincidí en mis finales malos. Es que un buen final contribuye a hacer de la novela un producto, un resultado de un trabajo bien hecho. Y yo quiero mantener abierto el proceso. Salvo que esto sea una excusa para justificar la pereza y el desgano. Pero soy bastante sincero cuando digo que no me gusta que el lector termine el libro poniéndose en juez y me absuelva, o en profesor y me ponga una buena nota. Prefiero que me juzguen por mí, por el escritor que soy, y no por los libros que escribo.

—Perinola, el protagonista de “Parménides” (2006), se enfrenta a un proyecto, que se detiene durante años en los preliminares, hasta que halla un procedimiento y escribe. ¿En qué consistiría la oposición entre proyecto y procedimiento? ¿Tiene relación con esta preferencia por el proceso antes que por el resultado?

—Durante una época, hace unos veinte años, yo no abría la boca si no era para hablar del Procedimiento: decía que la función del artista no era crear obras sino crear el procedimiento para que las obras se hicieran solas, que “la poesía debe ser hecha por todos, no por uno”, y muchas cosas más por el estilo, que sonaban bien pero no tenían mucho sentido. Supongo que lo decía para hacerme el interesante. Por supuesto, nunca puse en práctica nada de eso. Seguía escribiendo mis novelas, como las sigo escribiendo, sin procedimiento alguno y sin esperanzas de que algún día lleguen a escribirse solas. No me siento culpable de fraude, porque la culpa no es del todo mía. A los escritores nos están pidiendo teorías todo el tiempo, y cedemos a la tentación de darles el gusto, por cortesía, por juego, o para que no nos tengan por unos brutos. En mi caso al menos, inventar una teoría es un acto tan imaginativo, y tan irresponsable, como inventar el argumento de una novela. No creo que le haga daño a nadie, y hasta podría acertar con alguna verdad útil. Tampoco estoy tan seguro de la superioridad del proceso sobre el resultado. Teóricamente suena bien, pero en la práctica me da la impresión de que ese arte “process oriented” que ahora está de moda corre el peligro del ombliguismo o narcisismo o de terminar girando sobre sí mismo en una estúpida infatuación. Creo que yo no siempre he escapado de ese peligro.

—Da la sensación de que el “Diario de la hepatitis” (1993) refleja una crisis deliberada sobre el sentido de su escritura, ¿se trataría, de ser así, de un experimento para huir del peligro que significaría seguir un proyecto?

—Yo diría que la crisis, el desaliento y el autoengaño terapéutico son los tres componentes del estado normal de un escritor. Lo que dijo Horacio es cierto e inescapable: como la literatura no tiene ninguna utilidad, su única razón de ser es que sea buenísima. Y aun si nos convencemos de que estamos agregando otro autor buenísimo a la lista, ¿quién lo necesita? Ya hay demasiados. Por suerte, hay una cierta edad en la vida en la que eso deja de preocupar.

—En “Los dos payasos” (1995), los protagonistas escenifican en el circo un chiste harto conocido que, sin embargo, provoca la risa del público. Las explicaciones y digresiones del narrador logran, además, que el lector no padezca los inconvenientes de la repetición. Al contrario. ¿Es un ajuste de cuentas con quienes le acusan de repetitivo, de transitar por motivos similares –finales catastróficos, sabios locos, miniaturas, la sonrisa seria, anacronismos, pastiches, indolencia, etc.– aunque muten de un libro a otro? ¿Tiene algo que ver, además, con su crítica a la búsqueda del efecto en la literatura?

—No me molestaría repetirme, quizá me tomarían más en serio. He notado que la limitación a unos pocos temas y procedimientos funciona como una garantía de seriedad e importancia. Tener un solo tema y escribir siempre lo mismo lo pone a uno en el camino al Premio Nobel. Esta novelita de Los dos payasos creo que tuvo algo de desafío técnico, de apuesta: hacer de un solo chiste (viejo y malo, además) todo un libro. Aunque el libro que salió resultó muy breve, casi un chiste de libro. Y también fue un homenaje, muy en clave, a un amigo muerto. Ahora que lo pienso, la mayoría de mis libros tienen algo de apuesta y algo de homenaje, apuesta en la forma, homenaje en el contenido. (¿O será el revés?)

—En “El secreto del presente”, una de las cuatro novelas que componen el volumen “Las aventuras de Barbaverde” (2008), encontramos un Egipto sorprendente. Como escenario, parece más bien un elaborado pastiche en el que se acumulan tópicos y anacronismos de muy diversa procedencia. “La princesa primavera” (2000) o “Yo era una niña de siete años” formarían también parte de un grupo de novelas en las que el pastiche predomina a la hora de amalgamar la acción. ¿De dónde viene esa necesidad de trabajar con tópicos y encajarlos en situaciones aparentemente disparatadas?

—Usar los clichés de la cultura popular más plebeya (cómics, teleteatro, cine malo) es una medida de economía; con pocos recursos queda planteada una situación, reconocible porque ya está en el inconsciente colectivo. Al librarse del trabajo de construcción de los antecedentes del relato, uno puede dedicarse a cosas más interesantes, como la modulación de los sentidos, la multiplicación de los detalles, la creación de atmósferas.

—En “Los juguetes”, incluido también en “Las aventuras de Barbaverde”, el sabio loco de turno intenta sustituir la realidad por un simulacro para dominar el mundo. Tal vez, la novela en la que plantea esta sustitución de la realidad por un simulacro de manera más radical sea “La prueba” (1992), en la que unas adolescentes causan una matanza en un supermercado en nombre del amor. ¿Considera que este tema recurrente en su obra alude al síntoma de alguna enfermedad social? ¿O se trata, simplemente, de un mecanismo literario?

—No, no creo que haya enfermedades sociales. Eso sería una metáfora, y bastante peligrosa. Una profesora que escribió sobre mí dijo que lo único que encontraba en común en todas mis novelas era la problematización de la realidad, o del concepto de realidad. No sé si será cierto, pero me gusta cómo suena. De hecho, es bastante obvio: para alguien que se decide a escribir literatura, la realidad tiene que haber sido un problema. Si no, se dedicaría a otra cosa.

—Precisamente, el uso de clichés procedentes de la cultura popular no parece destinado a celebrarla sino, como bien dice la profesora, a “problematizar la realidad”. ¿Tendría que ver esta actitud suya con la buena acogida de sus obras en el ámbito académico?

—En efecto, creo que mis experimentos narratológicos, al estar construidos con una materia vil, quedan expuestos con toda claridad, servidos “en bandeja de plata” para profesores y tesistas. Los conceptos de Deleuze, por ejemplo, se necesita ser Deleuze para aplicarlos a Kafka o a Proust, pero cualquier principiante puede aplicarlos a mis novelas.

—¿Es por esta razón que se recrea en ocasiones parodiando un cierto lenguaje post-estructuralista?

—Si hay parodia, es involuntaria. No me gusta la parodia, está muy gastada como recurso literario, y si quisiera hacerla no me saldría: para parodiar un discurso se necesita estar bien parado en el discurso propio, y tener una seguridad en uno mismo que a mí me falta (nada me falta tanto).

—“Canto castrato” (1984) se desenvuelve en un ámbito que actualmente se considera alta cultura: la ópera barroca. Sin embargo, usted trata ese entorno operístico como un medio en el que impera el gusto por el simulacro, un artificio de apariencia sofisticada que se sostendría gracias a la improvisación y a que, en realidad, no interesaba realmente al público que asistía a las representaciones. ¿No hay en esta novela una crítica implícita a la situación alta cultura entonces y hoy en día?

—En esa época yo hacía informes para una editorial, por lo que leía muchísima “comercial fiction” norteamericana. Estaban de moda, en la estela que había dejado el éxito de El nombre de la rosa, los “best sellers de calidad”: la “calidad” la ponían los temas, que casi siempre eran de tipo “cultural”, tomados del catálogo de la alta cultura. El tratamiento era de “baja cultura”, con filtro californiano. Cometí el error de pensar que yo también podía hacerlo. Esas cosas no se pueden hacer desde afuera. Se necesita mucha sinceridad, mucha convicción, para escribir mal. Además, ahí me demostré lo poco que me conocía a mí mismo y a mis posibilidades, porque lo mío es exactamente lo contrario: es el tratamiento de alta cultura de un material de la cultura popular. Esto me ha traído recuerdos. Aquella editorial para la que yo hacía informes (“lecturas”, se llamaban), era la más grande de la Argentina, y había hecho millones con Stephen King, Sidney Sheldon, Wilbur Smith y cosas así. Yo era amigo del dueño, que sabía perfectamente que cualquier cosa que estuviera por debajo del nivel de Henry James a mí me parecería malo, y aun así leía con el mayor interés mis informes, escandalizadamente negativos, sobre Stephen King, Sidney Sheldon, Wilbur Smith. Supongo que los leería “al revés”, y quizá toda la relación de alta y baja cultura se resume en esta inversión, y toda la teoría está de más.

—Volviendo a “El secreto del presente”, Luxor, el pueblo egipcio invadido por expediciones arqueológicas en el que transcurre la acción, acoge una Bienal de Arte Contemporáneo. Karina, el personaje que la visita, “empezó a encontrar ridículo todo, a irritarse contra esas ‘obras’ que eran un montón de piedras o unas feas fotos ampliadas al tamaño de paredes, o un video borroso de una fiesta, o una pila de cajas de cartón”. ¿Podemos identificar esta opinión con la suya propia?

—Mis novelas, como se lo he contado muchas veces a muchos entrevistadores, las voy inventando a medida que las escribo, y las cosas que pasan en ellas me las dictan las cosas que me pasan a mí. Cuando estaba escribiendo esta novelita, la segunda de las aventuras de Barbaverde, fui a Francia, y una amiga me llevó a ver la Bienal de Arte Contemporáneo de Lyon. Llegamos temprano a la mañana, y el museo en el que se exponía parte de la Bienal todavía estaba cerrado, así que fuimos a hacer tiempo al parque que había frente al museo, que se llamaba parque de “La Tête d’Or”, quién sabe por qué (es un barrio muy chic de Lyon). Paseamos por el parque, lo recorrimos en el trencito, y cuando abrió el Museo, a las diez, entramos. Mi amiga, vehemente enemiga del arte contemporáneo, protestó todo el tiempo, tanto que me juré no ir nunca más a ver una exposición con ella. Después fuimos a almorzar, y en la mesa junto a la nuestra había unos tipos sospechosos, hablando de organizar una “soirée pédé”… En fin, todo lo que está en la novela pasó en la realidad, con algunos pequeños cambios. La “Tête d’Or” se volvió “la Cabeza de Horus”, Lyon se volvió Luxor, y algunas cosas quedaron sin cambios, como mi convicción de que Olafur Eliasson es un fraude, y Dieter Roth fue un gran artista.

—La escena más interesante de “La cena” (2006) tal vez sea el espectáculo de la miniatura con el que el anfitrión obsequia a los invitados: una abigarrada acumulación de verdaderos milagros de la mecánica, más maravilloso incluso que el ataque zombi que padece la ciudad de Coronel Pringles, unas páginas más adelante. ¿Alude ese mecanismo tan complejo como imposible a la manera de componer sus novelas?

—No lo recordaba, pero sí, es una buena observación. Esa escena del hombre gordo que entra todas las tardes al cuarto de su anciana madre ciega y le canta un tango, y de abajo de la cama salen aves blancas arrastrándose, la había pensado como punto de partida de una novela. Pero esa clase de cosas tengo que verosimilizarlas una por una (por qué se había quedado ciega la vieja, por qué el hijo le cantaba tangos, por qué había aves debajo de la cama, por qué salían arrastrándose al oírlo). Me dio pereza, o pensé que no valía la pena, y la usé como miniatura mecánica, sin verosímil (pero queda latente). Quizá todas mis novelas estuvieron en esa alternativa, de ser novelas o ser miniaturas mecánicas.

—En “Fragmentos de un diario en los Alpes” (2002) muestra con gran detalle una cierta atracción por determinados objetos: “muñecos, juguetes, miniaturas, enseres figurativos (una percha hombre, una lámpara planta), útiles vanos y decoraciones eficaces, todo en perspectivas de historia y capricho”. ¿Se trata de alguna deuda o reconocimiento hacia las vanguardias artísticas?

—En ese libro, que no es una novela sino la transcripción parcial de un diario que llevé durante una estada en casa de amigos, no me propuse otra cosa que la celebración de una semana de felicidad y amistad. Es cierto que la casa (y sus dueños) parecían salidos de una novela mía, pero creo que siempre es así, y que ahí está la clave del realismo: la realidad sobre la que escribimos es la que más se parece a nuestra imaginación. “Vanguardia” (“esa metáfora militar”, dijo Baudelaire) es una palabra, y cada cual va a definirla a su gusto. Para mí no es otra cosa que la creación de valores y paradigmas nuevos. (Siempre digo lo mismo, y ya debo de estar cansando.) Por ejemplo, para volver a una pregunta anterior, mis finales son “vanguardistas”, porque no se ajustan al paradigma establecido de “buen final”.

—Aún a riesgo de cansarle yo también, ¿en qué consistiría ser vanguardista hoy en día? ¿Comparte las tesis defendidas por Damián Tabarovsky en “Literatura de izquierda”?

—Hoy igual que ayer, y siempre, ser vanguardista (según mi definición personal, que no pretendo imponerle a nadie) es no aceptar que lo bueno es bueno y lo malo es malo, e inventarse una nueva definición de lo bueno y lo malo, y no pretender imponérsela a nadie.

—Tanto en las obras más experimentales como en las más reflexivas, usted es fiel a una prosa sencilla, a menudo puramente informativa. ¿No le atrae la experimentación lingüística?

—Quiero que el lector vea lo que yo vi en mi imaginación, y que lo vea exactamente como yo lo vi. Para eso se necesita claridad y precisión, y no juegos de palabras. Sin embargo, hace poco me pasó algo curioso. Leí una novela de un joven escritor que me imitaba, deliberada y confesadamente, a modo de homenaje. Estaban todos mis temas y procedimientos y personajes, y me resultó muy halagador y gratificante. Pero al terminarla dije: “Es una novela mía, escrita en prosa”. Es decir, sentí que faltaba algo, que hasta entonces no había sospechado que estaba en mis novelas.

—Pese a ser un autor muy apreciado y discutido en los círculos literarios, da la sensación de no haber creado escuela. ¿Le tranquiliza la idea de no tener discípulos?

—Mis libros nunca se vendieron ni siquiera moderadamente bien, y supongo que ésa debe de ser la mejor disuasión a la hora de elegir maestro.

—¿Cómo surgió la idea de la liebre legibreriana?

—Lo de “liebre legibreriana” me vino en un sueño. Eran solamente esas dos palabras, sin imágenes, pero rindieron mucho, porque me dieron material para tres novelas. A los novelistas siempre nos preguntan de dónde nos vienen los asuntos, y casi siempre tenemos que inventar una respuesta, porque casi nunca la sabemos. Es bastante misterioso, qué cosas nos inspiran o estimulan. Lo único que puedo asegurar es que nunca, jamás, va a servirme una de esas historias que todos los días viene alguien a contarme diciendo “esto es para una novela tuya”.

—¿Se inspiró en su propia experiencia para componer el trío de editores pirata panameños que aparece, por ejemplo, en “Varamo” (2002) y “El mago” (2002)?

—Eso salió de algo que leí en una biografía de Simenon: se había enterado de que en Panamá estaban haciendo ediciones piratas de sus libros, fue allá, y a punta de pistola se hizo pagar cincuenta mil dólares por el editor. Esa anécdota también fue muy rendidora, porque a partir de ella escribí tres novelas ambientadas en Panamá, que en una época fue realmente un paraíso de la piratería editorial. Supongo que mi fascinación por los editores piratas (y quizá también la simpatía que siento por los editores en general) echa raíces en algún lugar de mi inconsciente donde también están los fabricantes de dinero, de billetes, falsos o no.

—En “La vida nueva” (2007) aparece otro editor bastante peculiar: ante las promesas respecto a la inmediata aparición del libro, el protagonista responde con una calculada indiferencia. Esta indiferencia, que en ocasiones se une un tedio o un cansancio similares, recorre muchas de sus páginas. ¿Se trata de una actitud vital?

—Aunque le parezca raro, eso pasó tal como lo cuento, descontada la natural exageración. Achával, mi primer editor y después querido amigo, me daba fechas cada vez más próximas de la aparición de mi libro, y yo tardaba cada vez más en llamarlo. Yo lo hacía por cortesía, por no parecer ansioso, y, sí, por una cierta indiferencia, que me parece que es un rasgo de mi carácter. Pero no es una indiferencia de tedio o cansancio vital, sino más bien de no tomar nada muy en serio, dejar pasar, perdonar, sobre todo perdonarme. Recuerdo el epitafio que se escribió un escritor argentino: “Que Dios le perdone todo lo que él se perdonó a sí mismo”.

—¿Cuáles son los últimos escritores que le han llamado la atención?

—Tengo la bendición de seguir siendo, a mis sesenta años, un lector tan entusiasta y omnívoro como a los quince. Eso me garantiza toda la felicidad que necesito. Leo de todo, todos los días, la mayor parte del día. Y todo es descubrimiento, hasta las relecturas, o sobre todo las relecturas. No podría hacer una lista, porque sería interminable, pero empezaría con Proust, Borges, Lautréamont, Marianne Moore…

—¿Y entre los jóvenes –me refiero, siguiendo las convenciones literarias habituales, a los menores de cincuenta años– hay alguno que le guste?

—Los jóvenes son demasiado convencionales para mi gusto. Prefiero a los viejos excéntricos, como John Ashbery.

—“Copi” (1991), y “Pizarnik” (1998) son dos ensayos sobre escritores que, además, fueron amigos suyos. ¿Tiene previsto escribir algún libro sobre Osvaldo Lamborghini?

—Lo he pensado. Pero no sé qué clase de libro resultaría, tan íntima y formadora fue mi amistad con él.

—La figura de Osvaldo Lamborghini ha recibido recientemente una importante difusión: con pocos meses de diferencia han sido publicados “Teatro proletario de cámara”, la biografía de Strafacce y los ensayos editados por Juan Pablo Dabove y Natalia Brizuela en la editorial Interzona. ¿Cómo ha vivido este resurgimiento?

—Lamborghini fue uno de esos talentos que por su mera presencia elevan el nivel de exigencia, ponen más alta la marca, y lo cambian todo. Creo que apenas estamos empezando a hacernos cargo, como antes hubo que hacerse cargo de Borges.

—El protagonista de “Canto Castrato” mantiene una actitud de indiferencia con el canto: su voz, sin embargo, es asombrosa. El protagonista de “Las aventuras de Barbaverde” malinterpreta y mezcla las informaciones que utiliza para escribir unas crónicas que resultan ser todo un éxito. El protagonista de “Varamo” sigue los consejos de los tres editores pirata de Panamá e improvisa el mejor poema vanguardista hispanoamericano. Podría mencionar muchos más personajes que se mueven entre la indiferencia, el desgano, la improvisación, etc. pero que consiguen crear algo insólito, casi maravilloso. ¿Son diferentes asedios a un mismo ideal de escritura?

—No, los ideales no son tan precarios ni tan escépticos. Una vez terminé una novela con la frase: “Las cosas salen bien sólo por casualidad”, y es lo que pienso, de verdad.